La competencia cada vez más impetuosa en los mercados, provoca que la oferta de productos y servicios sea poco diferenciada y relevante, ante un consumidor con un gran poder de elección, que tiene frente a sí múltiples propuestas y opciones.
Es este consumidor y no el producto, el que define el curso de la demanda y los mercados. Sus modelos de consumo y actitud hacia la marca, están en función de la percepción que se forja en la suma de experiencias de compra, atención y servicio.
Ante este escenario, el desafío radica en administrar la experiencia del cliente de forma consistente a lo largo de su ciclo de vida como consumidor, cubriendo y anticipando sus necesidades de manera individualizada y en función de su propio entorno.
La orientación al cliente está dejando de ser una frase y una aspiración. Ahora es una realidad tangible gracias al manejo y aprovechamiento de grandes bases de datos y a la incorporación de las innovaciones surgidas del mundo tecnológico, que permiten interacciones cada vez más eficientes, ricas y satisfactorias al consumidor digitalizado.
Este nuevo consumidor es capaz de establecer contactos con sus empresas por múltiples canales y con una gran movilidad, estableciendo una comunicación bidireccional con contenidos valiosos y relevantes que trascienden a las redes y comunidades sociales. En este plano, las interacciones se dan en una dinámica de colaboración, documentación, servicio y atención.
El rescate de la individualidad del cliente en un contexto social es ahora un gran diferenciador en el mercado, ya que lo saca del anonimato y del trato masificado y transaccional, para apelar a sus particulares deseos y expectativas. Este relacionamiento individualizado trasciende incluso al plano emocional, generando así el fortalecimiento de lealtad a la marca, con todas sus implicaciones.
La experiencia del cliente social con un trato individualizado, se constituye como un gran diferenciador estratégico para las organizaciones.